El hombre que murió
(David Herbert Lawrence)
Victoria Ocampo
I don't intend my books for the generality
of readers. I count it a mistake of our mistaken
democracy that every man who can read print is
allowed to believe that he can read all that is printed.
(Fantasia of the Unconscious)
Hay libros cuya belleza formal es tan apretada, tan concluida, tan severa, que nada nuestro puede insertarse en ellos. Su superficie compacta y lisa no nos ofrece resquicio alguno. Nos queda sólo la posibilidad de aquiescencia o de rechazo. El pensamiento del autor parece no poder prolongarse fuera de sí mismo de tal modo el molde de una expresión perfecta lo aprisiona. Nos atraviesa como un agudo acero que sólo da en el blanco adonde apunta. Esa precisión, ese esplendor nos maravillan sin fecundarnos.
Otros libros poseen virtudes diferentes. Por los intersticios que su desorden procura podemos deslizar en ellos mucho de nosotros mismos. El pensamiento del autor penetra en espirales, como un tornillo, y antes de alcanzar su objetivo remueve cuanto lo rodea. Esos libros nos llenan tanto, a veces, de nuestros propios gritos, que los leemos al revés. Para entender claramente el mensaje que nos aportan hay que esperar a que nuestra emoción primera se calle un poco. Frutas lanzadas contra una colmena, no advertimos de ellos, al principio, más que el zumbido del enjambre.
Me pregunto yo, no obstante, si la clasificación que acabo de hacer no complica inútilmente una verdad de Perogrullo. A saber: que sólo podemos comprender a fondo a los seres cuyas simpatías y antipatías instintivas son semejantes a las nuestras, y que un libro no nos aclara sobre nosotros mismos, no nos enriquece de nosotros mismos, más que si está de acuerdo con nuestra naturaleza o con ciertas modalidades suyas. A título de experiencia personal doy esto por ley ineluctable, como la que rige las transfusiones de sangre.
Un apetito irrazonado de compartir mis preferencias y no de atrincherarme tras ellas, me obliga a menudo a expresarme, es decir, a exponerme y a combatir. Pero los años me han enseñado que no se convence más que a los convencidos. Pretender apartar a las gentes de sus gustos, de sus inclinaciones naturales, para acercarlas a nosotros, es tan estéril como renegar de nosotros mismos para borrar la distancia que nos separa de tal o cual ser. Jamás nos curaremos de esa distancia ignorándolo; sin embargo, podremos anular su carácter hostil reconociendo lo que significa: una diferencia de modalidad que hay que respetar y no que reducir.
David Herbert Lawrence es un escritor que ni debe, ni puede discutirse. Gusta o no gusta. Y aquellos que lo aman se sienten arrastrados hacia él por razones tan hondas, que el hecho de no compartir todas sus ideas, o de ver con claridad sus torpezas y errores, no disminuye este amor.
«Lo que hace de Lawrence un verdadero escritor -ha dicho Katherine Mansfield, que tuvo la suerte de conocerlo bien, personalmente- es su temperamento apasionado. Yo creo que todo lo que escribe tiene importancia. Y, en definitiva, lo que le reprochamos es siempre en él un signo de vida. Es un hombre viviente... Si habla de grosellas, son grosellas rojas y bien maduras que el jardinero transporta en su carretilla. Si muerde una manzana, es una manzana fresca y sabrosa, arrancada de un verdadero manzano». Añadiré yo que lo que sangra en sus libros es su corazón verdadero. Que cuando su ternura o su odio desbordan de esos libros, son cálidos como sangre verdadera. Y que este artista que puso tanto ardor en vivir y tanto ardor en morir, no se atormentó hasta el final más que por los problemas del hombre verdadero. La tuberculosis que lo mató hace apenas dos años no fue quizá sino la repercusión fisiológica de la fiebre moral que lo devoraba. Y hasta su muerte fue una expresión de su vida.
Lawrence nació el 11 de septiembre de 1885. Su padre, que trabajaba en una mina de carbón, muéstrase como el tipo perfecto del obrero despreocupado, irresponsable, embustero y borracho. Su madre, por el contrario, es heroica, tierna y sensible, por lo menos tal como él la pinta en Sons and Lovers, novela autobiográfica según propia confesión del autor. La lectura de esta obra es indispensable a los que quieren conocer a David Herbert niño y adolescente. (Infancia y adolescencia que tuvieron sobre el resto de su vida una influencia incalculable). El hogar en que transcurrieron sus primeros años era, pues, pobre y dividido, ya que el padre y la madre vivían en un pie de antagonismo. Si hemos de creer a Sons and Lovers, el pequeño David Herbert despreciaba a su padre y sentía cariño apasionado por su madre. Ésta le rodeaba de una ternura excesiva que no hizo más que acentuar en el niño el exaltado carácter de una sensibilidad casi enfermiza. «He was the kind of boy that becomes a clown and a lout as soon as he is not understood or feels himself held cheap; and, again, is adorable at the first touch of warmth»[1].
A los doce años Lawrence es un niño pálido y delicado. Ingresa a la Nottingham High School y sale de ella más tarde para ganarse la vida. A los diecisiete años una grave pulmonía quebranta su salud por el resto de su existencia. Un año después se hace maestro de escuela. En 1909, cuando trabajaba en Croydon, la mujer que fue su amiga de juventud y que era, como él, maestra de escuela, copió unos cuantos poemas suyos y los envió a la English Review. Su calidad era tan manifiesta que fueron publicados en el acto. Así dio Lawrence su primer paso en la carrera literaria. Cuando tenía veinticinco años murió su madre, y dos meses después apareció The White Peacock su primera novela. Una nueva pulmonía decidió al escritor a abandonar la enseñanza para vivir de su pluma. En 1912, encuentra la mujer con la que casó. En 1919 dejan ambos Inglaterra, y la serie de los grandes viajes comienza.
En su artículo «El caos en la poesía», que se publicó en diciembre de 1929, es decir, tres meses antes de su muerte, Lawrence nos habla con insistencia del caos en que nadamos: caos del mundo exterior e interior, al que en vano decoramos con el nombre de Cosmos, conciencia, espíritu, civilización, etc. Pero el hombre, afirma, tiene terror al caos. Y entonces, para defenderse de él, interpone una sombrilla abierta entre sí y el eterno Maëlstrom. «Hecho esto -prosigue Lawrence- pinta en el interior de su sombrilla un firmamento... El hombre erige un edificio maravilloso de su propia creación entre sí y el caos salvaje, y luego se anemia y se asfixia debajo de su quitasol. Surge entonces un poeta, enemigo de la convención, hiende la sombrilla y ¡milagro! el caos revelado es una visión, una ventana abierta al sol». Y más adelante añade: «Llégase ahora el momento en que la conciencia humana, aterrorizada, pero infinitamente suficiente, tiene al fin que someterse y reconocer que forma parte del vasto y poderoso caos vivo. Abriremos otras sombrillas. Son ellas una necesidad de nuestra conciencia. Pero no podremos abrir ya nunca más la sombrilla Absoluta, sea ella religiosa, o moral, o racional, o científica, o práctica».
En su artículo «El caos en la poesía», que se publicó en diciembre de 1929, es decir, tres meses antes de su muerte, Lawrence nos habla con insistencia del caos en que nadamos: caos del mundo exterior e interior, al que en vano decoramos con el nombre de Cosmos, conciencia, espíritu, civilización, etc. Pero el hombre, afirma, tiene terror al caos. Y entonces, para defenderse de él, interpone una sombrilla abierta entre sí y el eterno Maëlstrom. «Hecho esto -prosigue Lawrence- pinta en el interior de su sombrilla un firmamento... El hombre erige un edificio maravilloso de su propia creación entre sí y el caos salvaje, y luego se anemia y se asfixia debajo de su quitasol. Surge entonces un poeta, enemigo de la convención, hiende la sombrilla y ¡milagro! el caos revelado es una visión, una ventana abierta al sol». Y más adelante añade: «Llégase ahora el momento en que la conciencia humana, aterrorizada, pero infinitamente suficiente, tiene al fin que someterse y reconocer que forma parte del vasto y poderoso caos vivo. Abriremos otras sombrillas. Son ellas una necesidad de nuestra conciencia. Pero no podremos abrir ya nunca más la sombrilla Absoluta, sea ella religiosa, o moral, o racional, o científica, o práctica».
Si bien es cierto que Lawrence fue el poeta enemigo de la convención, el poeta que hiende la sombrilla y nos hace don de una nueva ventana, no es menos cierto que también él desplegó un en cas sobre su cabeza. En esto como en todo lo demás, nada humano le fue extraño. Empecemos por considerarlo en esa faz.
Hablábamos un día con Aldous Huxley del último film superrealista de Buñuel La edad de oro (film en que los hábitos sexuales de nuestra época son violenta y groseramente caricaturados). «¿Qué le hubiera parecido a Lawrence?», le pregunté. «Se habría escandalizado profundamente -me respondió Huxley-. Era un puritano». Esta anécdota debería servir de epígrafe a Lady Chatterley's Lover. Aquéllos que no advierten la relación que existe entre ella y la novela en cuestión, no comprenden, a mi juicio, al verdadero Lawrence. La crudeza del léxico crea en ese libro una atmósfera que engaña al lector desprevenido. Es el puritano, en Lawrence, quien ha querido la brutalidad de las palabras como si se las arrojase a la cabeza para aprender a no escandalizarse de ellas, para aprender a oírlas con inocencia animal... inocencia animal que fue su sueño y que jamás consiguió para sí... y que quisiera, por lo menos, enseñar a las generaciones futuras. Generaciones en que lo obsceno, la pornografía, el libertinaje, serían barridos para siempre, lo mismo que el puritanismo.
Lady Chatterley's Lover es un libro significativo en la obra de Lawrence porque vemos en él claramente cuál fue el edificio que quiso construir, bajo el que creyó que se podría hallar refugio, y cómo se asfixia en él.
Mauriac, en un artículo arbitrario acerca de esta novela, tiene una frase exacta: «Lawrence -dice- pretendió salvar al mundo con lo que le había envenenado a él mismo». Este punto de vista importa un cincuenta por ciento de verdad. Pero hay algo más en el caso Lawrence. De otro modo el caso no tendría interés.
Lady Chatterley's Lover es en realidad la superstición del sexo. En todas las novelas de Lawrence, aunque en grado diverso, reaparece el tema este. Reacción más que excusable si se reflexiona en los embustes y en la estupidez indignante que han rodeado y rodean todavía esta cuestión. En un folleto que publicó poco antes de su muerte con el título de Pornography and Obscenity, Lawrence establece netamente su credo con relación a la cuestión sexual. Declara que solamente la simple franqueza puede restituirle el rango que debe ocupar, porque la simple franqueza es lo contrario de la obscenidad y de la pornografía, así también como del puritanismo -otra plaga de la humanidad-. No obstante, nos pone en guardia contra el peligro que puede originarse en esta nueva actitud de franqueza si ella excede los límites; es decir, contra la depreciación del profundo misterio sexual que domina siempre cualquier explicación en tal materia, por clara o científica que sea.
En definitiva, pese a lo que Lawrence dice en su folleto, Lady Chatterley's Lover y todas sus demás novelas (que confiesa escribir con pluma no vigilada, al revés de lo que hace en sus ensayos) subrayan la oposición que Lawrence siente en sí mismo entre lo que llama «the ideal consciousness and the blood consciousness». La lucha del espíritu y el cuerpo se acusa en él en forma exasperada, casi maniática. Por no sé qué curiosa revulsión parece que Lawrence quisiera curar a la carne del espíritu como si el espíritu fuese una dolencia repulsiva.
Me sorprendió el comprobar, recientemente, leyendo un artículo de Jean Wahl sobre Kierkegaard hasta qué punto es aplicable a Lawrence lo que aquél expone acerca de la angustia: «La angustia -dice- está ligada al espíritu. Cuanto menos espíritu hay, menos angustia hay. El espíritu es, en efecto, la fuerza enemiga que viene a turbar el reposo del cuerpo, la inocencia del alma, y la unión tranquila de ambos. El espíritu experimenta angustia ante sí mismo. Empieza expresándose como angustia». Lawrence, eterna presa de la angustia, se rebela contra el espíritu, del que se da bien cuenta que aquélla emana. Perpetuamente el espíritu se interpone entre Lawrence y «el reposo de su cuerpo, la inocencia de su alma, y la unión tranquila de ambos». ¿No es ese el drama de su vida entera?
El autor de Lady Chatterley's Lover guarda rencor al espíritu como si el espíritu lo hubiera torturado y traicionado. Quiere rendir culto al cuerpo como a un dios. Aspira a la vida perfecta de los sentidos como los santos a la espiritualidad perfecta: gravemente, trágicamente.
He dicho, hace un instante, que Lawrence escribe sus novelas y sus cuentos con una pluma no vigilada, es decir, en ese estado particular, vecino del estado de trance, que es, en suma, lo que se llama inspiración y en el que el subconsciente ejerce su influjo. Por lo contrario sus ensayos Psycho-analysis and the unconscious y Fantasia of the unconscious son como un comentario aclaratorio de su obra. Lawrence mismo explica que la pseudofilosofía expuesta en esas páginas ha sido extraída, deducida por él de sus novelas y poemas, y no a la inversa. Es curioso observar que existe a veces una contradicción superficial entre lo que se desprende de sus novelas y lo que se desprende de sus ensayos.
Fantasia of the unconscious es un libro extraordinariamente rico y sugestivo. Versa principalmente sobre las cuestiones sexuales, sobre las relaciones entre padres e hijos y sobre la educación de los hijos.
El hombre lleva en sí dos grandes impulsos, dice Lawrence: el impulso sexual y el impulso constructivo, es decir, el impulso que le mueve a construir un mundo, a construir «something wonderful». Hay que hacer lugar a esos dos impulsos en la medida que les corresponde en la vida del hombre a fin de que ésta sea un éxito y no una derrota.
La actividad del yo dinámico, del yo constructor de mundos, se basa en lo que Lawrence llama el «yo-nocturno»... (es decir, el yo del impulso sexual). La «blood consciousness» es nuestro origen, nuestro depósito de energías, y en ella se apoya todo el resto. Pero no debemos permanecer inmóviles junto a esa fuente, no debemos tomarla por objetivo sino por punto de partida. Debemos simplemente estar siempre en contacto con ella, porque es de ella y no de otra parte de donde extraemos nuestras fuerzas.
Si el hombre, desdeñando estos preceptos, toma al sexo como fin, como objetivo de todo, va derecho al desastre.
Lawrence repite que Adán y Eva fueron arrojados del Paraíso no porque cometieran, el pecado de la carne, sino porque empezaron a pensar su sexo en vez de sentirlo. Las pasiones, los deseos que nacen del pensamiento son mortales.
En forma reiterada habla de esa dolencia que es el espíritu, el intelectualismo (dos cosas distintas, pero por las que siente igual antipatía), con una amargura y una dureza que nos hacen adivinar los extremos de sufrimiento y de descuartizamiento que debió conocer. Traducir el sexo en ideas, transponerlo a lo mental, es vil, exclama Lawrence. Convertirlo en un hecho científico puro es la muerte. Lawrence quiere que nos inclinemos ante las fuentes ciegas y profundas de nuestro instinto, de nuestra sangre, que no pueden traicionarnos del mismo modo que el olfato no traiciona a un perro.
Teme que perdamos el contacto con esas fuentes por un exceso de intelectualismo o de espiritualismo y que lleguemos así a paralizar lo que nuestra naturaleza humana tiene de más rico y esencial. Creemos, por ejemplo, dice, que tal ser que piensa como nosotros es también el elegido de nuestra sangre y nos esforzamos en que se convierta en ello. Pero nos esforzaremos en vano y ocurrirá un desastre. La simpatía de la sangre es mucho más profunda que la del pensamiento y va por otras sendas.
Ante afirmaciones de esta categoría, en las que reconocemos, por poco que hayamos reflexionado en estos temas, una verdad indiscutible, ¡cuántos problemas angustiosos se plantean! Sería cómodo y lógico no fiarse más que de las garantías ofrecidas por la carne si pudiéramos vivir sólo de ella. Pero vivir sólo de ella es una espantosa forma de prisión. Lawrence lo sabe mejor que nadie, porque vivió en perpetuo anhelo de evasión en todos los terrenos. Anhelo de evasión su afán de «mindlesness». Anhelo de evasión su necesidad de un amor que fuese como el sueño. Y cuando tras de haberse inclinado con encarnizamiento sobre la carne y la sangre alza finalmente la cabeza, es para decirnos que carne y sangre son un punto de partida y no una meta. Que estamos todos, como Antea, fortalecidos por un contacto con la tierra, pero que la energía misteriosa que absorbemos de ella debe servirnos para otra cosa.
Éstas son las conclusiones a que arriba Lawrence en Fantasia of the unconscious. Volvamos a sus novelas cuyo examen minucioso y directo me trae esta sospecha: la debilidad física de Lawrence mezclada a su exaltación espiritual y a su intelectualismo (de los que en vano trató de renegar) le hicieron caer en más de una equivocación.
«It's awfully important to be flesh and blood», dice en alguna parte. Tanto más importante para él, en efecto, cuanto que parece merodear ansiosamente en torno a la carne y a la sangre en busca de una indispensable reintegración que no logra. Lawrence piensa en el cuerpo como en el Paraíso Perdido. Cometió el error de querer generalizar con exceso un estado cuyo patetismo consiste precisamente en que fue muy personal suyo y en que no podía producirse más que en un ser de excepción.
Lawrence escuchó a menudo a su cuerpo debilitado... Era escuchar a veces falsos testimonios, es decir, deformaciones, amplificaciones, exageraciones. Pero ¡cuántas cosas nos revelan esos falsos testimonios!
Habéis observado lo intenso que es en los films sonoros el ruido de un papel que alguien desdobla o rompe?
¡Mucho más que en la realidad! Algo análogo sucedía a Lawrence en lo que concierne a ciertos sentimientos, a ciertas sensaciones. Conocemos, todos, esos relámpagos de odio de que habla con tanta frecuencia, por ejemplo, y que nos sacuden de pies a cabeza frente a los seres a quienes más tiernamente queremos. Pero nosotros los registramos apenas. La sonorización es débil. Sabemos que no son lo esencial o, por lo menos, no aceptamos que lo sean. Lawrence, por el contrario, concentra en ellos con tal fuerza su atención, que llega a conferirles una importancia de primer plano y casi a fijarlos. El someterse a ese flujo y reflujo de inquietudes, de obscuras atracciones y repulsiones, es erigido en principio por Lawrence. Está lacerado, cruelmente lacerado de contradicciones. La verdad se hace trizas en él a cada instante y para reencontrarla íntegra es menester ir a buscarla en todos lados, aun en la zona de la mentira.
«Man is a thought adventurer -declara Lawrence en un artículo que es como su profesión de fe-. Which isn't the same as saying that man has intellect»[2]. Existe un yo en nuestro cuerpo, insiste, con sus simpatías y antipatías irracionales, sus deseos, sus pasiones, sus sufrimientos, sus goces, y que lanza sin tregua un desafío al otro yo consciente, que reside en nuestra mentalidad. Hoy, la mayoría de los hombres vive en ese segundo yo consciente, mental, sin escuchar al primero. Abroquelados en la idea que tienen de sí mismos, no llegan jamás a saber lo que son en realidad. Su yo corporal, incógnito para ellos mismos, permanece amordazado. No experimentan las cosas más que a través de su intelecto, ni aun cuando se trata de experiencias que son del orden de los sentidos. Adviértase que lo que Lawrence llama «thought adventure» es, en cierto modo, una reacción cuyo punto de partida está en la sangre, en lo inconsciente, y que conduce a una nueva «realización», a un descubrimiento en nosotros mismos de un terreno desconocido de nosotros mismos. «To be a man! To risk your body and your blood first, and then to risk your mind. All the time to risk your known self and become once more a self you could never had known or expected»[3].
La novela fue para Lawrence ante todo, por sobre todo, un medio de articular sus «thought adventures» (no olvidemos que su obra es esencialmente autobiográfica), un medio de traerlas a flor de conciencia. Lo que singulariza a este escritor en la literatura contemporánea es precisamente que puso todo su empeño en ser un hombre y no simplemente un «homme de métier», y que mantuvo este empeño apasionadamente. Los problemas que lo agitan, repito, son siempre problemas humanos, nunca problemas literarios. Hombre condenado a la expresión es artista porque no puede elegir otro destino. Pero el contralor de la materia le interesa sólo porque es el único medio de adueñarse de ella. Esto es tanto más sorprendente cuanto que Lawrence vivía en una época en la que el contralor formal de la materia parecía a los literatos más importante que la materia en sí.
Según Middleton Murry, en Son of woman, la misión de Lawrence era la de crear un mundo en el que hombres tan divididos como él, Lawrence, lo estaba, resultasen imposibles. Es en parte esta división interior la que hace que Lawrence se sienta horriblemente descontento, incómodo, desesperado en todos los países, en todas las clases sociales, en todos los amores, en el pasado y en el presente. Pero es también esta división la que le hizo irrumpir fuera de sí mismo, la que le hizo darse a nosotros, y es pueril lamentarla o condolerse de ella.
Huxley, en un reciente artículo, explica que es el moralista militante en Lawrence quien reclama «the admission by the conscious spirit of the rights of the body and the instincts, not merely to a begrudged existence, but to an equal honour with itself»[4].
Tiene razón. Y esperamos que la lucha violenta que Lawrence libró en ese sentido dará fruto. Pero creo que Lawrence no se limitó a eso. Se vio arrastrado más lejos, mucho más lejos, por reacción frente al puritanismo y al «grundyismo» cuya presión había sufrido en carne propia. Intentó poner los derechos del cuerpo y del instinto por encima de todos los demás y no al mismo nivel. En ese gesto, característico de su obra entera, hay, además de la reacción contra el puritanismo y el «grundyismo» una confesión desgarradora: la de cierta ignorancia experimental del cuerpo, al menos en su estado de perfecto vigor o de perfecto equilibrio. Cuando alguien puede describirnos exactamente el lugar en que se halla su estómago, su hígado o su apéndice, es que esos órganos no se encuentran ya intactos o que atraviesan por una crisis anormal. Y un poco así habla Lawrence del cuerpo, de los instintos.
En el artículo que acabo de citar, Huxley asegura: «Man is an animal that thinks. To be a first rate human being, a man must be both a first-rate animal and a first-rate thinker. (And incidentally he cannot be a first-rate thinker, at any rate about human affairs, unless he is also a first-rate animal)»[5].
Le escribí a propósito de estas reflexiones diciéndole que estaba desde luego de acuerdo con él en teoría; pero que en la práctica llegaba uno a veces a preguntarse si ese ideal es realizable. La experiencia prueba que cuando un first-rate animal -capaz también de pensar- está en un momento floreciente de salud y lleva una vida en la que el acento carga sobre el ejercicio y los cuidados corporales, su bienestar es tan intenso que invade y embota el pensamiento. Wilde decía un día a Gide que el sol detesta al pensamiento, que el pensamiento retrocede ante el sol. Y no se engañaba. Me inclino a creer que el bienestar que aporta un vigor físico perfecto es también un sol ante el que retrocede el pensamiento. Y el pensamiento trabaja siempre, un poco o mucho, en detrimento del cuerpo.
Huxley me respondió lo siguiente: «Yes, I think perhaps that animal perfection does in fact detract from the other perfection. A depressing fact but it may be that the bio-chemists will make it cease to be inevitable. I sadly suspect that chemicals will do much more for the spirit than all the religions, educational systems, ethics, etc.»[6].
Admito desde luego que la química futura nos reserve sorpresas; pero estoy persuadida de que el género de fuerza invulnerable que irradia un Mahatma Gandhi, por ejemplo, no podrá jamás adquirirse en una farmacia. Y pase lo que pase en el porvenir, estamos por ahora condenados a pagar toda concentración hacia el pensamiento con un desgaste del cuerpo, y toda concentración hacia el cuerpo con una obliteración del pensamiento. En una palabra, no se mantiene uno en estado de animal de primer orden más que bajo el signo de un eclipse parcial del pensamiento y no se llega al grado de pensador de primer orden más que bajo el signo de un eclipse parcial de la animalidad.
El delicado equilibrio con que Huxley sueña cuando ve al hombre caminando sobre una cuerda tensa con la inteligencia, la conciencia y todo lo que es espiritual en un extremo de su balancín, y el cuerpo y el instinto y todo lo que es inconsciente, terreno y misterioso en el otro extremo, es quizá posible... pero ¿cómo salvarlo, en su relatividad perfecta, de una mediocridad no menos perfecta y de una amenazadora esterilidad?
Indudablemente la experiencia demuestra que cuando se ha nacido a la vez first-rate animal y first-rate thinker no se culminará en una u otra cosa mientras no se haya elegido, mientras no se haya descuidado uno de los dos privilegios, y mientras uno de los platillos de la balanza no haya prevalecido sobre el otro.
Si Lawrence llega a equivocarse en ciertas cuestiones humanas, ello se debe tal vez a que no fue nunca, ni siquiera de modo fugaz, a first-rate animal; pero hasta sus mismos errores son fecundos y nos aclaran. No conoció jamás esos estados que la posesión de una salud vehemente, de un cuerpo sólidamente arraigado en la vida pueden sólo procurar. Las verdades que extrajo de sí mismo son, sin embargo, valiosas para todos, con tal de que se las someta a veces a un reajuste delicado y a una selección.
Dije antes que Lawrence estaba descontento, incómodo, desesperado en todas las clases sociales, en todos los amores, en el pasado y en el presente, en todos los países. Veamos primero lo que se refiere a las clases: Lawrence se lamenta de comprobar que no existe ningún sentido vital en el contacto que se establece entre él y las gentes que conoce. Se pregunta, perplejo, el porqué de ese fenómeno que igualmente ha de desazonar a otros hombres. Después de mucho cavilar nos dice que el problema de las clases es responsable, en parte, de la cosa. El problema de las clases cava un abismo entre los seres. Lawrence no se encuentra a gusto en la clase media. Las gentes que la componen pueden ser encantadoras, cultivadas, buenas, pero cuando Lawrence está con ellas una vibración vital se apaga en él. Una parte de él mismo deja de funcionar. No puede entenderse tampoco con la clase obrera, a la que pertenece por su cuna. Lawrence la encuentra limitada, de cortos alcances en otro sentido. Cierto que está llena de pasión, sentimiento desconocido en la clase media. Pero es estrecha de criterio, de inteligencia, y llena de prejuicios. Imposible no advertir que Lawrence abomina también de los ricos y de los intelectuales. Termina por declarar que no es posible pertenecer en forma total a clase alguna.
Entre paréntesis, no nos engañemos al respecto. La relación que Lawrence desea ver establecerse entre los hombres no se basa ni en el amor, ni en la fraternidad, ni en la igualdad. Se basa en un espíritu de profunda confianza por un lado, y de profunda responsabilidad por el otro; de servicio y «leadership»; de obediencia y de autoridad pura. Es preciso, según él, que los hombres elijan jefes y les obedezcan de un modo absoluto. El sistema que preconiza es esencialmente aristocrático; pero de una aristocracia basada en valores auténticos y no en inadmisibles privilegios.
Por lo que hace al amor, se advierte la misma tortura. Aparece claramente en Women in love. Lawrence sueña con una unión perfecta, definitiva entre el hombre y la mujer, y siempre que quiere pintarnos una pareja que vive esa unión sentimos que «ce n'est pas ça...» y él también lo siente. Y así sucede que sus héroes buscan refugio en la amistad viril de un amigo. Amistad tan ardiente que sigue siendo amor: «We ought to swear to love each other, you and I -dice Rupert a Gerald en Women in love- implicitly and perfectly, finally without any possibility of going back»[7]. Pero de nuevo asistimos a un fracaso. El edificio se desploma y Lawrence no habita más que sus ruinas.
Se pregunta uno si Lawrence quiere hallarse a sí mismo o huirse en el amor y la amistad: «I want love that is like sleep»[8], nos confiesa por boca de uno de sus héroes. Evidentemente busca un amor que se asemeja a la noche, que se asemeja casi a la muerte. Está atormentado por la sed de sensualidad como los que sufren de insomnio están preocupados de somníferos. Olvido, sueño, retorno a las fuentes ciegas de las que mana la vida.
El matrimonio es un punto al que Lawrence alude con frecuencia. El matrimonio tal como está establecido en nuestra época le parece un dúo de egoísmo repugnante. El mundo entero -dividido en parejas que tienen su pequeña casa propia, que vigilan agriamente sus pequeños intereses y que se confabulan en su pequeña intimidad- se le aparece como un espectáculo odioso. Desea un matrimonio diferente, algo así como un pacto absoluto y místico entre dos seres en el que las fuerzas obscuras de la naturaleza desempeñaran papeles preponderantes. Pero lo que nos dice a este respecto es bien contradictorio.
La relación entre padres e hijos es también una de las obsesiones centrales de Lawrence y es seguramente en esta zona donde puede buscarse una respuesta al doloroso enigma que nos plantean ciertas reacciones suyas. Para Lawrence la mayoría de los padres hacen, sin darse cuenta de ello, las veces de Ugolino. Devoran a su prole. Unos por un espíritu de autoridad que todo lo falsea; otros por un exceso de amor egoísta que, falseando también todo, trae aún peores consecuencias. Sobre este tema hay en Fantasia of the unconscious páginas que sólo serán, probablemente, comprendidas y aceptadas en el porvenir. No creo que exista problema más grave, más cargado de consecuencias que éste, porque involucra e impone su acento a todos los demás.
En cuanto al malestar de Lawrence cuando siente la presión del pasado o la del presente se pone muy a menudo de relieve en mil detalles. Una escena que se desarrolla entre Ursula y Birkin en Women in love es de un simbolismo significativo al respecto. Ursula y Birkin están recién casados. Van al «jumble market» para tratar de descubrir algún mueble que pueda serles útil. Encuentran una silla antigua cuya pureza de líneas y gracia delicada les entusiasma. Viéndola allí, en la calle mal pavimentada, en un ambiente sórdido, casi se le llenan a uno de lágrimas los ojos. «Mi país querido, tenía algo que expresar cuando hizo esta silla», exclama Birkin. Y la compran en diez chelines. Pero no han transcurrido veinte segundos cuando un fenómeno de revulsión violenta aparece en los compradores. Ursula es la primera en rebelarse: «¡Detesto tu pasado! ¡Me enferma! -grita-. Creo que hasta detesto esta silla antigua a pesar de su belleza. No es mi genre de beauté. Lamento que no se descuajeringara cuando su época pasó. Lamento que esté ahí todavía para predicarnos el pasado bien amado. Me enferma ese pasado bien amado». Y Birkin responde: «No tanto como me enferma a mí el maldito presente». A lo que ella replica: «Exactamente igual. Detesto el presente, pero no quiero que el pasado ocupe su lugar. No quiero esa silla vieja».
Birkin reconoce que es imposible seguir viviendo de la osamenta de la belleza. ¡No! No comprarán cosas viejas. No comprarán ya nada. La idea de una casa y de muebles propios parece aborrecible a Birkin. La cuestión no es ya saber dónde va uno a vivir, sino persuadirse bien de que se vivirá sea donde sea. Apenas una habitación está completamente arreglada, lo que tiene de definido nos impulsa a abandonarla. Casas, muebles, vestidos, no son más que la expresión de una detestable sociedad, de una sociedad sórdida. Posesiones, posesiones y siempre posesiones, que no son poseídas por nosotros, sino que nos poseen.
El sentimiento de que el pasado puede aprisionarnos espanta a Lawrence en tal forma que lo obliga a rechazar todas las expresiones de aquél, hasta las que se traducen en belleza. El presente le causa horror también. El hombre engolfado, trabado en sus posesiones, en su riqueza, está privado de todo contacto directo con la realidad. Tenemos que huir de las posesiones, que huir del «home» y del «home instinct» que no es instinto sino hábito de nuestra cobardía. Si Lawrence no es quizá muy claro cuando explica lo nuevo que quiere construir, es perfectamente preciso cuando señala lo que quiere destruir.
La separación de las clases lo desazona; el matrimonio, el amor, tales como hoy se conciben, lo desazonan; todo cuanto en el presente es sólo un despojo inanimado, desvitalizado del pasado lo desazona. Veremos dentro de un instante que los países lo desazonan igualmente, cada cual en su estilo.
Este malestar lo experimentamos todos por el hecho de haber nacido en una época de transición, en un tiempo que se obstina en vivir de su muerte. Pero en Lawrence este malestar se convierte en martirio.
Cuando nos hallamos en un estado de tensión extrema, el menor crujido nos sobresalta y lo percibimos con una insoportable acuidad dolorosa. ¿Es acaso extraño que un hombre afligido de una sensibilidad como la de Lawrence se sintiera físicamente y moralmente torturado por vivir en un momento de la historia en el que todo cruje?
La sed de viajes que se apodera de Lawrence o, mejor dicho, las causas de esa sed, son la expresión de un estado de ánimo muy particular y muy propio de nuestra crisis actual. Después de su visita a Italia, «the land that has been humanised through and through»[9] y que hace vibrar en nosotros al pasado que nos ha moldeado, resume, duramente, en dos líneas, por qué no puede hallar satisfacción completa en ese país: «There is a final feeling of sterility. It is all worked out. It is all known: connu, connu»[10]. Y lo mismo le pasa con Europa entera. Lawrence en adelante se verá obseso por la necesidad de las «unknown, unworked lands where the salt has not lost its savour»[11]. Esta obsesión le llevará a Australia y más tarde a América.
Según Middleton Murry su sueño hubiera sido fundar una nueva cultura en una de esas «unknown lands» no humanizadas.
Lo que seduce a Lawrence en América es el piel roja, el azteca. No irá hacia la América mecanizada que le horripila, sino hacia la América de Moctezuma, obseso siempre por la necesidad de hallar de nuevo, de recrear en alguna parte una atmósfera «of dark sensual magic». Esa atmósfera que envuelve ciertos relatos de Seabrook y de la que los etnógrafos que han vivido entre las tribus salvajes conocen bien el hechizo.
He aquí por qué Méjico, violento, sangriento, atrae a Lawrence. Y como siempre cuando algo le atraía, le repugnó también. The Plumed serpent ilustra fielmente lo que ese país representó para él y cómo le llegó hasta las entrañas. No hay que pedir a esa novela una descripción exacta ni una visión perspicaz del Méjico actual. Es menos y es más. Méjico brindó a Lawrence una máscara cuyo carácter trágico le fascinó. Esa máscara le iba bien. La puso sobre sus sentimientos y nos refirió su drama eterno a través de aquel nuevo disfraz.
Había yo leído The Plumed serpent y Mornings in Mexico (que contiene descripciones tan admirables) preguntándome si hallaría algún parentesco, alguna analogía entre esa América y la nuestra. Pero apenas si unos cuantos rasgos insignificantes nos son comunes. ¡Cuál no fue mi sorpresa al reconocernos, en cambio, en Kangaroo, novela que se desarrolla en Australia!
Si elijo este libro, entre todos los de Lawrence, para hablar de él con detenimiento, es porque estimo que puede interesarnos más especialmente a nosotros los sudamericanos. Es también una de las más fuertes novelas de Lawrence. Las semejanzas que descubro entre su Australia y nuestra América me sorprenden, me divierten y me entristecen. Cada vez que Lawrence se irrita contra aquel continente, siento que se irrita contra nosotros.
Middleton Murry en Son of Woman dedica lo menos veinticinco páginas a Kangaroo. Toda su atención se concentra en Richard Lovat Somers, héroe de Lawrence, que es Lawrence en persona. Middleton Murry, amigo de Lawrence, declara que ignora si los sucesos que ocurren en esa novela tienen alguna relación con aquéllos de que el autor fue testigo en Australia. Por lo demás, Murry hace apenas alusión al marco en el que la historia se desarrolla.
Benjamín Cooley, apodado Kangaroo, es un australiano, «leader» de una especie de organización fascista. Quiere crear una sociedad basada en un espíritu de amor y de estrecha camaradería entre los hombres. Ofrece a Somers (Lawrence) -inglés llegado a Sidney en compañía de su mujer, Harriet- un puesto importante en su partido. Somers se siente al mismo tiempo seducido y repelido por Kangaroo. Por otro lado Struthers, «leader» de los socialistas revolucionarios, trata también de atraerle hacia su facción. Harriet (la Mujer con mayúscula) observa los acontecimientos, previendo lo que va a ocurrir, irónica, tierna y maternal. Su sombra se extiende sobre la novela entera. Se inclina hacia Somers como hacia un niño con el que es preciso tener paciencia. Middleton Murry tiene razón cuando asigna al drama que se desarrolla entre marido y mujer una importancia capital. Este libro le parece caótico y juzga que el caos interno de Kangaroo corresponde al caos interno de Richard Lovat Somers, que es Lawrence. Pero si bien es cierto que el tema esencial de esta obra es, sin duda alguna, el que Murry subraya con insistencia -la disgregación del mismo autor expuesta en su personaje central-, hay otro tema secundario que nos interesa muy particularmente a nosotros por sus analogías.
Somers, poeta, ensayista, británico hasta el tuétano, dueño de una pequeña renta que le permite no tener que preocuparse por el pan cuotidiano y le alcanza incluso para costearse viajes, abandona Europa un día para irse a Australia. ¿Por qué? Porque Australia es el país más nuevo, más joven y porque Somers ha tomado tirria a Europa. Ha decidido que no se podía esperar ya nada de ella, que estaba agotada, ultimada, y que era preciso volverle la espalda. Después de una permanencia bastante breve en la Australia occidental y en Adelaida y Melburne, Somers se siente terriblemente decepcionado, terriblemente nostálgico y terriblemente rebelado ante el rostro todavía informe de este país nuevo hacia el que se había lanzado con esperanza ciega. Llega en ese estado de ánimo a Sidney y se impone, a medias por escrúpulo de conciencia y a medias para castigarse, el pasar allí algún tiempo: «Three months penalty for having forsworn Europe. Three months in which to get used to this land of the Southern Cross. Cross indeed. A new crucifixion»[12]. Como se ve, Somers no está para bromas. En esa crisis que determina en él un cambio absoluto de frente, comprende por qué los romanos preferían la muerte al destierro. Se siente indisolublemente ligado a Europa. El vagabundo napolitano más rústico le parece menos distante que cualquiera de aquellos «british australians» con su familiaridad agresiva. Al vagar, oprimido, por las calles de Sidney, reconoce, de mala gana, que esas calles son bellas, que el jardín botánico está bien cuidado, que la rada y los muelles ofrecen un espectáculo bastante extraordinario. Pero ¿y qué hay con eso? La ciudad que contempla se parece mucho a Londres en ciertos aspectos, pero es un Londres que no fuese Londres, que no tuviese su magia, su pasado, y que hubiera sido improvisado en cinco minutos para convertirse en «a substitute for the real thing»...
¡Ah! En un momento de mal humor había declarado que Europa estaba moribunda; había renegado de ella. Muy bien: pues he aquí lo que un país nuevo ofrecía a cambio.
Somers convenía, no obstante, en que respiraba con alivio esa atmósfera de Australia donde se siente uno como liberado de las tensiones, de las presiones que asfixian en la vieja Europa. En esa tierra nueva en la que sobra el espacio sopla un viento de libertad. Pero ¡ay! esa libertad está hecha de un vacío aterrador. «In the openness and the freedom this new chaos, this litter of bungalows and tin cans scattered for miles and miles, this Englishness all crumbled out into formlesness and chaos»[13]. Hasta el corazón mismo de Sidney aparece a Somers como una mala imitación de Londres y de Nueva York carente de significación propia y de profundidad. Ni aun los mismos negocios marchan aquí con esa vertiginosa rapidez más que porque son derivaciones de los negocios ingleses y americanos. Se tiene en todo momento la sensación de una ausencia, ausencia de sentido interior y, paralelamente, la sensación de espacio vacío, la sensación de una libertad irresponsable. De una libertad «haz como te plazca». Y todo esto desprovisto del menor interés. Somers rumia estas reflexiones tendido en la suave arena de una maravillosa playa australiana. Experimenta, pese a todo, repito, el bienestar de sentirse «released from old pressure and old tight control from the world of watertight compartments»[14]. Pero nada, ni aun siquiera el dinero, conserva un poder, sirve para algo, allí donde no existe cultura auténtica.
Por medio de Jack Calcott, su vecino en Sidney y uno de los lugartenientes de Kangaroo, nuestro héroe se pondrá en contacto con una de las modalidades australianas que me parece más curiosamente próxima a las nuestras.
Vemos a Jack perfilarse a medida que su actitud frente a Somers se define. Los dos matrimonios (porque Jack es casado también) acaban de pasar la tarde juntos. Somers ha conversado con animación, inteligencia, seducción. Los demás han escuchado. Jack, sentado allí, fumando su pipa con algo en el rostro de expresión suspicaz, era el hombre viril, el hombre conscientemente viril, subraya Lawrence. Y escuchaba al europeo con leve desdén; desdén de aquel «brilliant little fellow» y al mismo tiempo una especie de perplejidad desazonada, porque aquel «little fellow» sonreíase de la virilidad suya, de Jack, sabedor de que no llegaba hasta lo hondo. «It takes more than manliness to make a man». Es preciso algo más que virilidad para hacer un hombre. Jack, evidentemente, no parece darse cuenta de ello. Jack ha estudiado en una «high school» australiana y, desde luego, está acostumbrado a pensar por sí mismo («for himself»). Pero es indiferente al pensamiento en más de un plano y hasta, incluso, hostil a tener conciencia de las cosas. Le parece más viril mantenerse en una especie de inconsciencia, de oquedad, frente a las grandes cuestiones. Por lo que hace a sus temas favoritos, política australiana, Japón, máquinas, piensa con acierto y virilmente. Cuando se ve frente a un hombre cuyo ser le confunde quiere también descifrar ese enigma. Y así, lanza a Somers miradas penetrantes, escrutadoras, y llenas de enemistad que se emboza en modales deferentes. Este poeta sin ocupación fija, sin «job», aparece por este mismo hecho a Jack sin significado en la vida. De ahí su desdén.
Por su parte, Somers no comprende esa especie de reserva, de insociabilidad que obliga a Jack a dejar las siete décimas partes de sí mismo al margen de todo intercambio. (Se trata en cierto modo de un matiz del género de actitud que Ortega denomina: «el hombre a la defensiva»). Somers querría abordar al hombre integral abiertamente. Pero Jack se atrinchera en su modalidad «of seven-tenths left out».
Ese Jack Calcott, desasosegado sin confesárselo por «the big empty spaces of his consciousness», por ese vasto desierto que se extiende en el centro de su ser y que se asemeja al de su país casi inhabitado aún; ese Jack Calcott que acusa a cada instante en su actitud y su gesto, una virilidad consciente, virilidad matizada de desafío, no ha comprendido todavía, a buen seguro, que «it takes more than manliness to make a man». Conocemos bien a ese Jack Calcott. Es también un producto nuestro. Al verlo pasar de «overall» o de «smoking», en la usina o en el golf, pobre o rico, con esa intensidad física que emana de él hasta cuando se halla inactivo, con ese culto de masculinidad que lo vuelve agresivo para cuanto sospecha que no se ajusta a ella, a menudo hemos sentido el impulso de tomarlo de una manga y decirle, sonriendo, como a un chicuelo: «Eso está muy bien para empezar, Jack, pero no es todo. Queda por realizar lo más difícil. It takes more than manliness to make a man».
La mujer de Jack nos revela otro aspecto del carácter australiano lleno de indiscutibles analogías con el nuestro. En ciertos aspectos es ella el reverso de su marido. El hogar de los Somers la atrae y la fascina. No siente hostilidad alguna, desdén alguno, hacia ellos; por el contrario, «she could not understand the strange sureness they had in themselves, the sureness of what they were saying or going to say, the sureness of what they were feeling. For herself, her words fluttered out of her without her direct control, and her feeling fluttered in her the same. She was a perpetually agitated dovecot of words and emotions, always trying consciously to find herself amid the whirl, and never quite succeeding. She thought some one might tell her. Where as the Somers had an unconscious sureness, something that seemed royal to her. But she had in the last issue the twilight indifference of the fern-world. Only she still quivered for the light».
¡Esta admiración ante la seguridad de los Somers! ¡Este maravillarse de verlos tan seguros de lo que dicen o de lo que van a decir y de lo que sienten; tan seguros de sí mismos, en una palabra! ¿No nos es, acaso, un sentimiento familiar? ¿No hemos tenido cien veces la impresión, ante los europeos, de ser adolescentes, adolescentes devorados de incertidumbres, incluso cuando la persona con quien conversábamos no brillaba por sus aciertos y nos contaba, con aplomo, macanas? ¿No hemos tropezado cien veces con la mujer de Jack, agitada de emociones y de palabras entre las cuales no sabe elegir? Rodeada de emociones y de palabras como de un vuelo de palomas asustadizas. ¿No hemos presenciado los vanos esfuerzos que realizaba para hallarse a sí misma en aquel tumulto? ¿No sabemos que tiene siempre la esperanza de que alguien la ponga en la buena pista? ¿De que alguien le diga lo que piensa en realidad, lo que siente en realidad y lo que es en realidad?
¡Y esa final indiferencia australiana, esa indiferencia crepuscular del mundo de los helechos de la que habla Lawrence tan a menudo en Kangaroo! ¿No la hemos respirado en cada bocacalle, por decirlo así? Cuando entusiasmados por un proyecto cualquiera, por un libro descubierto de improviso, penetramos en un medio realmente característico de nuestro país, ¿no hemos sentido en la garganta la opresión, apenas pronunciadas las primeras palabras a través de las cuales nuestro fervor trataba de comunicarse, de una atmósfera de invernáculo? ¿De una de esas atmósferas pesadas y enervantes en las que únicamente pueden prosperar las existencias casi vegetales? Al tratar de definir esta indiferencia, Lawrence nos dice que no tiene relación alguna con el fatalismo de Oriente. Contiene, por el contrario, una profunda corriente de energías desencadenadas bajo ella. Energías prestas «to break into a kind of frenzy, running amok in wild generosity, or still more wild smashing-up»[15]. Pero que Australia retroceda un paso, y cae de nuevo en la edad de los helechos.
En cuanto a Benjamín Cooley, alias Kangaroo, es un símbolo más bien que un personaje. Idealista apasionado, quisiera guiar a su país, en el que tiene fe, hacia un estado mejor. Somers, escéptico, discute con él; se da y se recobra sucesivamente. Transcribo el siguiente diálogo entre Kangaroo y Somers, que me parece muy curioso, siempre por sus analogías:
-¿En quién se puede confiar, de quién fiarse en este mundo? -decía Somers con voz tajante y dura-. Vea usted estos australianos... Son muy simpáticos, pero no tienen nada adentro. ¡Están huecos! ¿Cómo va usted a edificar con cañas huecas? Son maravillosos, y viriles, e independientes por fuera, pero por dentro no lo son. Cuando están completamente a solas, no existen.-Sin embargo, muchos de ellos han estado largo tiempo a solas en el «bush» -dijo Kangaroo, observando a su visitante con mirada lenta, muda, invariable.-¿Solos? Pero ¿qué clase de soledad? Físicamente a solas. Y se han hecho huecos. No están nunca solos en espíritu: completamente, completamente solos. Y las gentes que lo están son las únicas gentes en quienes se puede confiar.-Aquí no. Y creo incluso que aquí menos que en cualquiera otra parte. Las colonias favorecen una especie de «outwardness», de vida hacia afuera. Todo es en ellas externo... como las cañas huecas del maíz. La vida lo torna inevitable. Toda esa lucha por las necesidades materiales... El alma interior se marchita y sale al exterior y son todos robustas cañas huecas.-Las cañas del maíz sostienen también el grano. Me parecen generosas, locamente generosas. La más grande de las cualidades. El viejo mundo es prudente y está eternamente ocupado en regateos de alma. Aquí no se toma uno el trabajo de regatear.-No tienen alma en torno a la cual regatear. Pero están más llenos aun de suficiencia que en otra parte cualquiera. ¿Qué pretende usted hacer con esta gente? ¿Edificar un castillo de paja?-¡Son generosos, locamente generosos! -gritó Kangaroo-. Y yo los quiero. Los quiero. No venga usted aquí a difamarlos. Son mis hijos, los quiero. Si no creo en su generosidad ¿voy a creer, entonces, en la prudencia de usted, fruto de un viejo mundo, y en su modo de difamarlos? ¡No! -gritó furiosamente-. ¡No! ¿Entiende usted?-Entonces, hágame usted creer en ellos y en su generosidad -dijo Somers secamente-. Son muy simpáticos, convengo en ello. Pero no tienen el último, el duradero pedazo de alma central, de alma solitaria que permite a un hombre ser él mismo. El pedazo central de sí mismo. Desbordan al exterior huidos del centro. Y ¿qué se puede hacer de permanente con esa gente? Usted puede hacer que una caña de maíz arda. Pero en cuanto a la permanencia...-Y yo le contesto a usted que le tengo horror a lo permanente -ladró Kangaroo-. El Fénix renace de sus cenizas.-¡Me alegro! ¡Pero, como She, de Ridder Haggard, prefiero yo no intentar la cosa por segunda vez! -dijo Somers, como buena serpiente venenosa que era.-¡Hombres generosos, generosos! -dijo Kangaroo entre dientes para sí-. Por lo menos, se puede sacar de ellos una llamarada. No pasa como con los fósforos europeos de ustedes, tan mojados que no se volverá a sacar nunca más una chispa de ellos... usted mismo lo ha declarado.-No me importa -aulló Kangaroo poniéndose en pie de un salto, y plantándose frente a Somers, y asiéndole de los hombros, y zarandeándole sin dejar de gritar.-No me importa. Le digo a usted que no me importa. Donde hay fuego, hay mutación. Y donde el fuego es amor, hay creación. Simientes de fuego. ¡Con eso me basta! Fuego y simientes de fuego y amor. Eso es todo lo que me importa. No venga usted a difamarme, le digo. No venga usted a difamarme con su viejo y húmedo espíritu europeo. Si usted no puede encenderse, nosotros sí podemos. Y nada más. Hombres generosos y apasionados... y se atreve usted a difamarlos... usted.
Las réplicas de Kangaroo podrían muy bien ser nuestras. Y la voz de Somers, en la que truena la reprobación del viejo continente, la voz de cualquiera de nuestros amigos de Europa.
Las descripciones de paisajes, de ambientes, son uno de los rasgos notables de ese libro. Lawrence nos habla de lo que llama la invisible belleza de Australia de modo maravilloso. También al respecto hállanse impresiones que son medida exacta de las que puede dar nuestro país. Invisible belleza de nuestra pampa, de nuestro Río de la Plata: «You feel you can't see... As if yours eyes hadn't the vision in them to correspond with the outside landscape. For the landscape is se unimpressive, like a face with little or no features, a dark face. It is so aboriginal, out of our ken, and it hangs back so aloof»[16]. Y, no obstante, ese europeo reconoce también que cuando se ha vencido, por decirlo así, el sentimiento de monotonía característico de esos paisajes, se descubre en ellos una informe y sutil belleza lejana, más misteriosa que todas las demás.
«¡La maravillosa Australia de ustedes! -dice Harriet a Jack-. No puedo expresarle cuánto me conmueve. Y además tengo la impresión de que nadie la ha amado todavía. Inglaterra, Italia, Egipto, la India... todas esas tierras han sido amadas apasionadamente. Pero Australia... siento que ningún hombre ha estado nunca enamorado de ella, que no ha hecho nunca de ella su novia». Harriet, se advierte bien, imagina con razón que sucede a los países lo que a las mujeres: cuando un gran amor las rodea, su belleza parece salir de la sombra, y su esplendor no corresponde ya a perfecciones físicas. Bienaventurados los países que tuvieron, en un momento de su historia, rostro de mujer amada. Leyendo Kangaroo me lo he repetido a menudo y he pensado en todas estas tierras nuevas que están bajo el mismo signo: la Cruz del Sur... Cruz, en efecto, como exclama Lawrence. En esa invisible belleza de nuestros paisajes, tan innegable y tan punzante que aquéllos que la han saboreado de verdad no pueden deshacerse de su imagen. En nuestros defectos y en nuestras cualidades. En nuestra dificultad para articular, para expresar. En nuestras incertidumbres. En esa elasticidad, en esa diversidad que nos es propia y que nos hace comprender y hallarnos con igual fuerza en personajes que se oponen: un Somers, un Kangaroo, una Harriet, un Jack Calcott. Porque esa violenta nostalgia que Somers siente por el viejo mundo, ese escozor de pena por su belleza, esa sublevación ante la fealdad irremisible de las ciudades nuevas cuando éstas se obstinan en una parodia de las viejas, los conocemos tanto como los sentimientos de Kangaroo y los gestos de Calcott.
Recuerdo una frase de Marivaux: «Nous qui sommes bornés en tout, comment le sommes nous si peu lorsqu'il s'agit de souffrir». Nosotros que somos tan limitados en la expresión y tan limitados en el conocimiento de nosotros mismos ¿por qué lo somos tan poco cuando se trata de padecer del mal de Somers, del de Kangaroo y del de Calcott todos a un tiempo? Esperemos por lo menos que de ello resulte algo un día.
Cuando Harriet se extraña de que su marido pueda interesarse por los movimientos políticos de Australia, por la fe de un Calcott en Kangaroo, cuando le pregunta qué puede ello importarle, Somers contesta: «It does matter if you can start a new life-form». Harriet replica: «You know quite well life doesn't start with a form. It starts with a new feeling, and ends with a form»[17]. En efecto, las grandes conmociones que la humanidad ha experimentado siguieron siempre ese proceso. Un nuevo sentimiento, nacido en un pequeño grupo, puede alterar la faz del mundo.
¿Tenemos nosotros un nuevo sentimiento? Quizá... Apenas, todavía. Pero creo que no es privativo de ningún país, de ningún continente, y que el pequeño grupo está diseminado, esta vez, por toda la tierra.
Pese a su caos interior, Kangaroo es una de las novelas más sugestivas de Lawrence. Nos conmueve, a no dudarlo, más que las otras, porque en ella vibra más que en las otras ese grito de angustia lanzado por su autor: «The world is waiting for a new great movement of generosity or for a great wave of death». ¿Y por qué no ambos? ¿Es posible llamar «muerte» al invierno? ¡Única estación que está adosada al nacimiento de la primavera!
En un artículo recientemente publicado acerca del catastrofismo contemporáneo he hallado una frase de Saint Just llena de actualidad: «Les circonstances ne sont difficiles que pour ceux qui reculent devant le tombeau». Quisiera yo, no obstante, modificarla. Sería más exacto decir que las circunstancias, hoy, son difíciles hasta para aquéllos que no retroceden ante la tumba. Tal fue el caso de Lawrence. Su vida fue una agonía de transición.
Porque Lawrence fue «The man who died» (como el mismo tituló un extraordinario relato suyo). Fue «the man who died» en el sentido de que murió no sencillamente de algo, sino por y para algo. Por un sufrimiento, por una desesperación irascible que lo habían llevado a las fronteras de sí mismo, y para lo que entreveía obscuramente, contradictoriamente, más allá.
El único acontecimiento de su vida que pudo él aceptar con plenitud fue su muerte. La deseó simbólicamente, así como la de toda una generación por la que no podía hacer nada, de igual modo que no podía hacer nada por él mismo. No llegó más que a comprender, a saber en una agonía de impotencia que las condiciones que tienden a producir seres moralmente, físicamente, mutilados como él, son malas y malsanas hasta las raíces y que era preciso a toda costa modificarlas para salvar a las generaciones futuras.
Como el Fénix, que fue su emblema, pereció en una hoguera, convencido, pese a los mil forcejeos de sus contradicciones, de que no es posible conservar la vida más que dándola.
Aconsejó en uno de sus libros: «¡Sed como Miguel Ángel o Rodin; dejad un pedazo de roca bruta en la estatua!». Y predicó con el ejemplo.
La obra de Lawrence emerge de un pedazo de roca bruta, del pedazo de roca bruta que nos es común a todos y en el que unos pocos, por excepción, se ven forzados a tallar imágenes que les roban a veces la vida. No quiso renegar del bloque informe en el que su estatua había tomado cuerpo y cifró su orgullo en no romper los nexos a fin de que ellos nos diesen testimonio de su origen. Comprendió que el lugar por el que su estatua quedaba sin terminar contenía también una magia esencial. Por ese punto, en efecto, estamos cerca de él, mezclados a él, y nos comunicamos con lo que en él nos sobrepasa. Por ese punto tocamos su estatua, para la que no quiso pedestal ni zócalo. Por ese punto somos su base.
Sur [Publicaciones periódicas]. Otoño 1932, Año II, Buenos Aires.
[1] Era la clase de muchacho que se convierte en un clown o un patán en cuanto no se le entiende o siente que le tienen en menos; y, en cambio, es adorable en una atmósfera cálida.
[2] El hombre es un aventurero del pensamiento; lo que no es lo mismo que decir que el hombre tiene intelecto.
[3] Ser un hombre, arriesgar uno primero su cuerpo y su sangre, y arriesgar luego la mente. Arriesgar uno todo el tiempo su yo conocido y volverse una vez más un yo que no hubiéramos nunca podido conocer ni esperar.
[4] La admisión por el espíritu consciente de los derechos del cuerpo y del instinto a fin de concederles no una existencia disminuida, sino iguales honores que los suyos.
[5] El hombre es un animal que piensa. Para ser un ser humano de primer orden, un hombre tiene que ser simultáneamente un animal de primer orden y un pensador de primer orden. (E incidentalmente no puede ser un pensador de primer orden, por lo menos en lo que atañe a las cuestiones humanas, como no sea también un animal de primer orden).
[6] Sí; yo creo que quizá la perfección animal amengua la otra perfección. Un hecho deprimente, pero puede ser que la bioquímica logre no hacerlo inevitable. Sospecho tristemente que la química hará mucho más para el espíritu que todas las religiones, sistemas educacionales, éticas, etc.
[7] Tenemos que jurar amarnos el uno al otro, tú y yo -dice Rupert a Gerald en Women in love- implícitamente y perfectamente, finalmente, sin posibilidad de volver atrás.
[8] Quiero un amor que sea como el sueño.
[9] La tierra que ha sido humanizada de cabo a rabo.
[10] Una sensación definitiva de esterilidad nos invade. Todo está ya trabajado, todo ya conocido: connu, connu.
[11] Tierras no trabajadas, no conocidas aún, donde la sal no ha perdido su sabor.
[12] Tres meses de multa por haber abjurado de Europa. Tres meses para acostumbrarse a esa tierra de la Cruz del Sur. ¡Cruz en verdad! ¡Una nueva crucifixión!
[13] En este lugar abierto y en esta libertad un nuevo caes; un desorden de bungalows y de latas desparramadas a lo largo de kilómetros; lo inglés desmigajado hasta perder su forma y volverse caos.
[14] Libertado de las viejas presiones y los estrechos contralores del mundo de los compartimientos estancos.
[15] A romper en un frenesí desbordante de loca generosidad o un deseo aún más loco de hacerlo todo trizas.
[16] Se siente que no se puede ver... Como si los ojos no tuvieran la capacidad de visión correspondiente al paisaje exterior. Este paisaje es tan borroso, semejante a un rostro sin rasgos salientes, ¡un rostro negro! Es en tal grado aborigen, está tan fuera de nuestro alcance y cuelga a tanta distancia.
[17] Importa si se puede dar arranque a una nueva forma de vida.
Se puede encontrar la fuente electrónica –con la diagramación original– a través del siguiente link.
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