lunes, 27 de junio de 2011

Entrevista a Maria DiBattista

Sobre la mujer moderna

Maria DiBattista, especialista en la obra de Virginia Woolf.

Hoy finaliza el coloquio internacional Montevideana VII, dedicado a reflexionar sobre Virginia Woolf y su relación con nuestra región. Entre los académicos internacionales que convoca el encuentro está Maria DiBattista, profesora de literatura, investigadora de la Universidad de Princeton y autora de Imagining Virginia Woolf: An Experiment in Critical Biography (2008), Novel Characters: A Genealogy (2010), First Love: The Affections of Modern Fiction (2001) y de un libro sobre el cine estadounidense de los años 30, Fast-Talking Dames (2001).


-En 2011 se cumplen 70 años de la muerte de Virginia Woolf, ¿sigue ella vigente ?

¡Por supuesto! Una de las cosas que he aprendido después de varios años leyendo a Virginia Woolf es que ella es tan moderna que nos cuesta abarcarla. Llega a diferentes generaciones y a diferentes públicos lectores, sin importar dónde ni cuándo nacieron. El hecho de tener este coloquio en Uruguay, por ejemplo. Ella nunca estuvo en América del Sur y, sin embargo, fue importante para muchos escritores, incluso para los del boom. Además, en lo que se refiere a su escritura, en particular su posición política y su feminismo, parece hacer eco en muchas personas e infundirles cierto tipo de valentía imaginativa. Por eso pienso que deberíamos seguir leyéndola.

-También fue importante para algunos escritores como Borges.

Sí, y Victoria Ocampo, en particular. Ocampo la conoció y fue una de las primeras críticas que, además de valorar su capacidad artística, reconoció su importancia, su influencia y su determinación como escritora mujer. Ocampo tuvo en cuenta cualidades que, por ejemplo, en Estados Unidos recién resultarían obvias unos 50 años más tarde. Recién en los 80 se comenzó a leer a Woolf como una feminista. Ocampo ya lo hacía allá por los años 30. Woolf fue muy importante para su propia generación, fue reconocida como una de las figuras del modernismo. Después vino un período en el que se la trató como una mujer más que escribió algo y, de pronto, en los 70 y los 80 hubo un redescubrimiento, un interés renovado en Woolf que todavía sigue vivo. Creo que cada generación, cada grupo de estudiantes -las generaciones pueden condensarse en cuatro u ocho años- ve algo diferente en ella: primero fue su feminismo, después pasó a ser su pacifismo, después, su postura en contra del imperialismo... Y ahora algunos están interesados en su vida personal, en su "locura", como ella la llamaba, e incluso en cómo sus libros pueden contribuir a comprender de alguna manera ciertos trastornos mentales. Creo que para los sudamericanos que les agrada jugar con el tiempo, Orlando en particular, fue importante. Su rica imaginación, también. Según el momento, se ha privilegiado una cosa u otra. Pero desde el principio, algunos la leyeron y se dieron cuenta de que estaban ante una voz singular, que ella era una escritora que cambiaría la manera de escribir.

-Cuando mencionaste la generación del boom latinoamericano, ¿pensabas en alguien en particular?

En los 30 Borges la tradujo para la revista Sur… No pensaba en nadie en particular; tal vez en Carpentier. Creo que Mrs Dalloway fue importante por la manera diferente de organizar el relato. También en Orlando, que vive más de lo que solemos vivir, se mueve de lugar en lugar y hasta cambia de sexo. Tiene bastante de realismo mágico ¿no? Lo que Orlando tiene de interesante es que permite usar todas estas situaciones completamente fantásticas como un medio de crítica cultural. La generación del boom asimiló la cultura europea de una manera particular; en ese sentido fue un fenómeno singular. Ésa parece ser la manera en que opera la imaginación: lees algo y lo transformas, te lo apropias. Ellos vieron algo allí que tal vez un common reader tal vez no hubiera percibido.

-¿Te acuerdas de la primera vez que leíste a Virginia Woolf?

¡Sí! Sí, me acuerdo. Estaba en la universidad, tenía unos 20 años, y me mandaron leer Al faro. Lo que me impactó fue lo bien lograda que está la relación con sus padres... el retrato que hace de los Ramsay. Yo era muy unida con mis padres y nunca había leído una novela que pareciera llegar tan hondo, no sólo a nivel de la conciencia, sino al fuero más íntimo, a las sensaciones. También conecté con la tristeza, porque mis padres eran mayores y yo me preguntaba cuánto tiempo más lo tendría. Había algo sobre lo frágil que es la vida y supongo que eso me llegó. En realidad, después de leer ese libro, decidí que me dedicaría a enseñar literatura. Hasta entonces, mi idea era ser abogada, o estudiar relaciones internacionales.

-Entonces, ¿Woolf te cambió la vida?

Sí, ¡me cambió la vida! Por otra parte, me sentía tan unida a ella cuando la leía que no podía escribir sobre ella. Por eso, en la universidad decidí escribir mi tesis sobre Woolf por una cuestión de disciplina, para separar una manera de hablar sobre lo que realmente sentía de lo que intelectualmente podía analizar y tratar desde una distancia. Quería pensar sobre la literatura y transmitir mi visión sobre su literatura de una manera pública, pero me costó mucho llegar a escribir sobre Virginia Woolf. Empezaba a escribir y tenía que dejarlo. Entonces, escribía sobre otra cosa. Todos mis informes fueron sobre otros autores, pero en el fondo, allí estaba ella. Siempre rondándome la cabeza.

-Entonces, fue en la universidad que decidiste especializarte en Woolf?

Sí, aunque sin planearlo. Porque empecé con Woolf y escribí sobre ella, y después me pareció que ya había dicho todo lo que tenía para decir. Entonces escribí algunas otras cosas. Escribí sobre Joyce, Beckett y Hardy, y un libro sobre películas. Me encantan las películas. Pero hará cuestión de unos ochos años me di cuenta de que había estado leyendo mucho a Woolf, dando clases y escribiendo sobre ella, y comprendí que mi relación con ella había cambiado. En cierto sentido, es lo que pasa no sólo con las generaciones, sino con los lectores que ven algo diferente cada vez que vuelven a leer un libro, o un autor. En mi caso, fue Woolf. Entonces volví a Woolf. En realidad, nunca había dejado de dar clases sobre ella, pero no figuraba en el centro de mis intereses académicos. En realidad, quería alejarme. De alguna manera, era como que la sentía demasiado cercana, me identificaba mucho con ella, era preferible que hiciera otras cosas. Entonces tomé otra dirección, pero siempre volvía. Ella es así, nos da esas libertades. Deja que nos alejemos y que regresemos.

-¿Fue por eso que escribiste Fast-Talking Dames? Nos preguntábamos cómo se relaciona con Woolf.

Se podría decir que hay una relación con la idea del common reader [El lector común es un ensayo publicado por Woolf en 1925] y con el lenguaje. Cuando era joven, antes de leer Al faro, me pasaba mirando películas viejas en televisión. Hacia fines de los 80, cuando comenzaron los estudios sobre el cine, me di cuenta de que yo podía hacer un aporte. Sabía mucho sobre estas películas, estaba muy enganchada, era casi una obsesión. El libro que escribí se llama Fast-Talking Dames [damas que hablan rápido] porque lo que primero me interesó fue cómo se representan las mujeres, un interés muy propio de Virginia Woolf. Es como Una habitación propia, y cómo la cultura masculina retrata a las mujeres en los medios visuales. En aquel momento, la teoría cinematográfica -era la época de Laura Mulvey- estaba centrada en la mirada masculina y en cómo las mujeres eran objetivadas por la cámara. Entonces, creo que el feminismo de Woolf me permitió pensar en estas mujeres fuertes y elocuentes, y me interesó mucho cómo hablaban, por qué se expresaban tan bien, casi mejor que los hombres. Tal vez la conexión sea muy débil, pero estoy pensando en el lenguaje y la imagen y los modelos de mujer. En muchos sentidos, Virginia Woolf sentó las bases para un cierto tipo de feminismo crítico. Pero lo que me atrajo fueron las películas. ¡Me encantan esas películas!

-¿Piensas que la manera de retratar a las mujeres cambió con los años? ¿Por qué elegiste las screwball comedies* y no otro tipo de películas?

En parte porque en los años 30, cuando las screwball comedies dominaron el género de la comedia, las mujeres, casi invariablemente, se muestran fuertes, elocuentes, ingeniosas y capaces, independientes. Estas mujeres suelen trabajar fuera del hogar, en un periódico o aun en una tienda; son inteligentes, agudas, listas y rápidas, y esto se refleja en su lenguaje. Además, saben lo que quieren: saben lo que quieren llegar a ser y el tipo de hombre que les gusta. Sin embargo, esa idea de la mujer se fue diluyendo con los años. Entonces, ahora tenemos mujeres que, si trabajan, su vida emocional es un desastre; si son fuertes o buenas en su trabajo o profesión, tienen dificultad para encontrarle sentido a la vida y las más sexys son siempre medio atolondradas. Pensemos en muchas actrices de la actualidad: de algún modo hay que sugerir que son débiles emocionalmente para hacerlas atractivas, tienen que ser tontas, o tener alguna dificultad, o sentirse indefensas. En los 30 no era así. Sabían bien lo que eran, y eso las hacía interesantes y atrayentes. No sé mucho sobre el cine latinoamericano, pero en algunas películas de Almodóvar hay mujeres fuertes, pero están un poco al margen, sirven para guiar las películas, pero no ocupan un papel protagónico. Eso es lo que no veo hoy. Hay un tipo de tontería y simpleza, falta la idea de que una mujer puede ser inteligente, muy comunicativa y sexy, todo al mismo tiempo. Basta mirar cualquiera de las comedias de los años 30 y eran así: Katherine Hepburn, Claudette Colbert, Myrna Loy. ¡Eran fantásticas! Todavía es posible disfrutar mirarlas y cómo se vestían. ¡Eran maravillosas! Fue como si hubieran entrado en la modernidad sintiéndose en casa. Mostraron que era posible sentirse cómodas a pesar de la rapidez de los cambios. No obstante, ahora es difícil encontrarlas en Estados Unidos, salvo algunas veces en televisión, pero difícilmente en las películas norteamericanas. Lo que encontramos ahora son actrices como Angelina Jolie y las películas de artes marciales y ese tipo de cosas; las palabras y la inteligencia de las mujeres tienen un papel menos importante.

-Comentaste que cada generación parece encontrar algo diferente en Woolf. ¿Cuáles serían, en tu opinión, nuevas líneas de investigación posibles en torno a ella y a su obra?

Creo que este renovado interés en Virginia Woolf comenzó con el feminismo estadounidense de los 70. Al principio, se interesaron en su feminismo y luego en su sexualidad, en el concepto de "androginia" y su representación del lesbianismo y, posteriormente, se dedicaron a estudiar sus posiciones políticas. En la actualidad uno de los campos de investigación que parece estar gestándose, y creo que este coloquio se inscribe en él, es su internacionalismo: Virginia Woolf como una persona interesada en la cultura del mundo. Como señalo en mi libro, Imagining Virginia Woolf, ella fue una world writer, una escritora del mundo; una world reader diría incluso, porque ha sido leída en los más diversos lugares del mundo. Por ejemplo, ya en los años 20 Virginia Woolf hablaba sobre los rusos. Fue una de las primeras en señalar que para ser moderno había que leer a los rusos. Escribió sobre lo que pasaba en "el Continente", en Europa, y sobre Proust, en particular. Leía en francés, no sabía mucho sobre la literatura latinoamericana, pero creo que había algo sobre su apertura… Más si se tiene en cuenta la cultura insular a la que pertenecía. Cuando se piensa en el grupo de Bloomsbury, se piensa en un cenáculo, un grupo reducido e íntimo de amigos. Pero, en realidad, las personas que lo integraban eran muy internacionalistas. EM Forster escribió Pasaje a la India, Maynard Keynes trabajó en las finanzas internacionales y dio origen a los estudios macroeconómicos, y Leonard Woolf estaba interesado en la política, en los asuntos diplomáticos y en el pacifismo. Creo que esto tiene mucho que ver con la noción de Woolf como "escritora del mundo". Explica en parte el interés y la importancia de la traducción. En sus ensayos críticos se interesó en qué cosas podían ser traducidas y cuáles se resistían a la traducción, ya se tratara del griego clásico como del ruso. Se dio cuenta de que había algunas palabras tan integradas a la manera de pensar y de vivir que no eran fáciles de trasladar de una cultura a otra. Creo que estas perspectivas sobre Woolf abren la posibilidad de nuevos horizontes para la investigación. Otro abordaje posible, porque tengo un estudiante que lo está haciendo y que me pareció muy novedoso, es a partir el movimiento ecológico: Virginia Woolf y la naturaleza. Sé que se está estudiando su relación con las ciencias naturales y sus ideas sobre la relación entre el ser humano y el medio ambiente. Creo que las posibilidades existen.

-¿Cuáles son tus expectativas para este coloquio?

Estoy muy entusiasmada con este coloquio y en ver cómo se ha leído a Woolf aquí. También me interesa entender cómo y por qué Woolf se traslada de manera tan especial entre culturas. Además, me resulta fascinante imaginar que su primera novela [Fin de viaje, 1915] pudo haberse desarrollado en Uruguay, aunque no lo menciona y jamás lo visitó. Es una asociación para explorar y no desestimarla o pasarla por alto. Entonces, me interesa conocer el planteo de otras personas, en especial las que vienen de América Latina, porque su perspectiva será muy diferente a la que pueda tener yo. En este tipo de congresos internacionales e interculturales, una de pronto se da Enlacecuenta de lo limitado que ha sido su pensamiento. Así que estoy muy entusiasmada y estoy segura de que voy a aprender mucho.

* screwball comedies: Comedia romántica e ingeniosa estadounidense de los años 30. Se caracteriza por los diálogos inteligentes y muchos juegos de palabras. Por ejemplo: It Happened One Night (1934) [Sucedió una noche], con Claudette Colbert y Clark Gable, dirigida por Frank Capra, y Bringing Up Baby [Domando al bebé] (1938), con Cary Grant y Katharine Hepburn, dirigida por Howard Hawks.

miércoles, 8 de junio de 2011

Virginia Woolf, Malcolm X y Dante: 100 años de The New York Public Library



Thomas Mellins, curador de la exposición Celebrating 100 Years
The New York Public Library


El imán de las cosas

Una vez que se ha visto ese bastón es ya difícil quitárselo de la cabeza. Es un bastón grande, rústico, con el mango encorvado, un bastón que uno asocia a manos campesinas, a manos rudas de hombre viejo. Está en el interior de una vitrina, en la exposición que celebra el centenario de la Biblioteca Pública de Nueva York, en ese edificio de mármoles, columnas, escalinatas, leones esculpidos, que es la mejor declaración de amor que conozco al mundo de los libros, a la alegría y la universalidad del saber. Uno sube las escaleras, como tantas veces, entre la gente que come el bocadillo de media mañana o lee o toma el sol sin hacer nada, tan apaciblemente como si reposaran en la arena de una playa y no en peldaños de mármol a la orilla del tráfico en la Quinta Avenida; uno cruza el umbral recibiendo ya el fresco gustoso que viene del interior y unos minutos más tarde se encontrará con ese bastón en una vitrina, sin saber al principio a quién perteneció ni por qué está aquí. Pero antes ha transitado, a lo largo de unos cientos de pasos, por algunos de los episodios decisivos de la escritura y de la lectura, y no solo de ellas, también de la música y de las formas diversas de anotarla y reproducirla, y del influjo inmenso que algo tan intangible como las palabras escritas puede tener sobre las vidas de millones de seres humanos, a través de los siglos: y un paseo también por los objetos que atestiguan esas vidas, alguno de ellos tan escalofriante como una túnica y una capucha del Ku-Klux-Klan, o tan peregrinos como el abrecartas de marfil al que Charles Dickens le añadió a manera de mango una pata disecada de su gato favorito, o tan conmovedores como la escribanía con pluma y tintero de Charlotte Brontë, o un maletín que Malcolm X llevó un poco antes de que lo mataran, con el asa gastada y oscurecida por el sudor, el tacto y el sudor de la mano de un hombre que fue asesinado hace cuarenta y cinco años.

La primacía de lo digital ha instalado en nosotros la presunción de que todo es accesible en cualquier momento en cualquier parte, la variedad inmensa del mundo resumida en el parpadeo de una pantalla lisa. Pero las cosas, las cosas tangibles, lo mismo que las personas, solo están en un lugar, irreductibles a la multiplicación, sólidas en una persistencia que no admite la instantaneidad ni tampoco la asepsia. En muy pocos lugares aparte de esta biblioteca hay una Biblia monumental de Gutenberg, el primero de todos los millones de libros impresos, tan mimético aún de la tecnología que lo precedió, con sus dobles columnas en letras góticas que parecen copiadas premiosamente a mano: y un poco más allá, en un salto hacia atrás en el tiempo de varios milenios, se ven unos como guijarros alineados con formas cilíndricas o cónicas, con hendiduras como pisadas de pájaros, y son algunos de los primeros textos guardados por escrito en Mesopotamia: cuentas, registros comerciales, catálogos de mercancías.

Se ve que desde su mismo principio la escritura ha estado entre la contabilidad y la brujería, entre el deseo de dejar constancia de la realidad y la extraña ambición de elucubrar lo que no existe, de imaginar mundos alternativos, inusitadas formas de vivir.

Esa herramienta tan frágil, tan minoritaria hasta hace poco más de un siglo, ha desatado consecuencias, para bien y para mal, cuya dimensión improbable se hace más evidente cuando se tienen ante los ojos, casi al alcance de la mano, algunos de los documentos singulares que más han influido en la historia: la Declaración de Independencia de Estados Unidos, escrita no sobre un fastuoso pergamino, sino sobre una hoja de papel no mayor que un folio, con una letra menuda y regular, tal vez la de Thomas Jefferson; un ejemplar de la primera traducción al ruso de El Capital, y cerca de ella un cartel de propaganda soviética de 1920; un Libro Rojo de Mao, con sus tapas efectivamente rojas, pero mucho más pequeño de lo que uno imaginaba, no tanto un libro como un talismán, un objeto hipnótico en su repetición tan innumerable como la de las manos que lo agitaban durante los accesos de demencia y furia colectiva de la Revolución Cultural.

Pero cuando se siente más miedo, cuando se nota físicamente que un libro, un solo libro, puede irradiar el trastorno, el cataclismo, el crimen, es cuando se ve un ejemplar de Mein Kampf abierto por las primeras páginas, la foto de su autor a la izquierda, en una pose digna, hasta interesante, y a la derecha el título, con esos caracteres medio góticos que tienen algo de cuchillas o de bayonetas; y también la cualidad del papel, con un bruñido casi de marfil, y la nobleza de la encuadernación en piel, el lomo con las letras doradas, el volumen que alguien compró o recibió como un regalo y puso en un estante de una biblioteca, alguien cultivado y de buena posición social que podía permitirse una edición tan cara. Uno siente en la espina dorsal, en las yemas de los dedos, el maleficio de ese libro. Parece que sería preferible que nadie lo viera, ni pudiera rozarlo, que su tinta es venenosa y su papel infecta, que debería esconderse y tal vez destruirse como esas últimas muestras que se destruyeron hace unos años en los laboratorios. No hay foto que reproduzca, que permita intuir la pura maldad que se contiene en ese objeto.

Las cosas hipnotizan. En las teclas de esa máquina de escribir en las que E. E. Cummings copiaba sus poemas tiene que haber quedado algo del temblor luminoso y difícil de cada una de las palabras que usaba. En las tapas de color desvaído del cuaderno escolar en el que Borges escribió "La Biblioteca de Babel" con su letra tan esmerada y diminuta habrá un rastro de aquellas manos que se volverían más sensitivas según avanzara la ceguera.

Y qué hay en el bastón, en ese bastón que yace en su vitrina alargada como en una urna funeraria, el bastón rudo de pastor o de anciano en el que se apoyaba Virginia Woolf durante sus paseos por el campo, que casi nos resulta imposible asociar a ella, a su porte algo etéreo, al perfil prerrafaelita de sus fotografías, a las manos que imaginamos largas y blancas, diestras no para manejar un bastón como este sino una pluma que avanza sobre un cuaderno, la pluma con que escribió su carta de amor y despedida a su esposo, Leonard Woolf. "Querido mío, estoy segura de que me vuelvo loca otra vez", empezaba. Apoyándose en el bastón avanzó hacia la orilla del río Ouse con los bolsillos llenos de piedras, una mujer débil de cincuenta y nueve años a la que le costaría mantenerse erguida. Se ahogó el 28 de marzo de 1941, pero su cuerpo apareció más de dos semanas más tarde. Mucho antes Leonard Woolf vio el bastón flotando en el río, llevado por la corriente.

Antonio Muñoz Molina

El País, Lunes 6 de junio de 2011

[http://www.elpais.com/articulo/portada/iman/cosas/elpepuculbab/20110604elpbabpor_21/Tes]

Coloquio Internacional Montevideana VII

Voyaging in, voyaging out:
Virginia Woolf y América Latina
Reflexiones desde Montevideo


22 al 24 de junio de 2011
Museo Nacional de Artes Visuales
Montevideo, Uruguay

En la primera novela de Virginia Woolf, The Voyage Out, la acción transcurre principalmente en el continente sudamericano; años más tarde, en su cuento “Kew Gardens”, Woolf introduce un personaje que recuerda los bosques de Uruguay. Estas incursiones sudamericanas nos llevan a reflexionar sobre su obra desde una perspectiva transatlántica. Nuestro encuentro se propone examinar los múltiples diálogos que, directa o indirectamente, su obra estableció con nuestra región.

Todas las actividades son con acceso libre. Por inscripciones (para obtener certificado de asistencia), dirigirse al Instituto de Letras, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (Magallanes 1577, 2402 8053), de 10 a 14 hs., o al correo inscripciones.montevideana@gmail.com

ORGANIZAN:
Departamentos de Letras Modernas y de Teoría y Metodología Literarias
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Universidad de la República Oriental del Uruguay


sábado, 4 de junio de 2011

Virginia Woolf, my mother and me

Virginia Woolf was great fun at parties. I want to tell you that up front, because Woolf, who died 70 years ago this year, is so often portrayed as the Dark Lady of English letters, all glowery and sad, looking balefully on from a crepuscular corner of literary history with a stone lodged in her pocket.

She did, of course, have her darker interludes. More on that in a moment. But first I'd like to announce, to anyone who might not know, that she, when not sunk in her periodic depressions, was the person one most hoped would come to the party; the one who could speak amusingly on just about any subject; the one who glittered and charmed; who was interested in what other people had to say (though not, I admit, always encouraging about their opinions); who loved the idea of the future and all the wonders it might bring.

And, fearless feminist though she was, she could be reduced to days of self-recrimination if someone made a snide remark about her outfit. She had some difficulty putting herself together and, like many of us, suffered from a dearth of fashion sense. She was also enormously insecure about her work. She suspected, more often than not, that her "tinselly experiments" in fiction would be packed away with the rest of the artefacts and curiosities, all the minor efforts that occupy various archives and storage rooms.

That's not a new story: the under-appreciated artist, vindicated by time. But still. Woolf, an often charming but always delicate creature, prone to fits of depression, sexually frigid, never dressed quite right, most likely did not strike many as a figure heroic enough to withstand the gale force of history. Not compared to someone like James Joyce, the other great modernist, who blustered about his own genius to anyone who'd listen, who planned for his immortality as carefully as a general plans an attack.

Among the reasons Woolf drowned herself, 70 years ago, at the age of 59 was her conviction that her final novel, Between the Acts, was an utter failure. There are relatively few significant writers who were, in their lifetimes, quite so uncertain about their accomplishments.

Since the publication of my own novel, The Hours, in which Woolf figures as a character, I have unexpectedly become some sort of acknowledged, if peripheral, expert on her life and work. I'm surprised at how often someone will say to me: well, yes, Woolf was wonderful, but she was no Joyce, was she?

She was no Joyce. She was herself. She had her limits. She wrote only about members of the upper classes, and she wrote not at all about sex. Her entire body of work contains two romantic kisses – one in The Voyage Out, another in Mrs Dalloway – and after those two relatively early books, no erotic episodes of any kind.

But really, I suspect that whatever reservations some people may harbour about Woolf, as opposed to Joyce, have to do with the fact that she wrote about women, and about the domestic particulars that were, at the time, women's primary domain. Joyce had the good sense to write mostly about men.

As a woman, Woolf knew about the sense of helplessness that can afflict women given too little to do. And she knew – she insisted – that a life spent maintaining a house and throwing parties was not necessarily, not categorically, a trivial life. She gave us to understand that even a modest, domestic life was still, for the person living it, an epic journey, however ordinary it might appear to an outside observer. She refused to dismiss lives that most other writers tended to ignore.

That may have had something to do with Woolf's own precarious mental condition, and her fear that she herself was one of the figures likely to be dismissed and forgotten. If she took on too much, if she became overly excited, she could tumble into a state of despair for which the term "depression" seems rather mild. In her lucid periods, she was great at parties. In her other state she was inconsolable. She hallucinated. She lashed out at those closest to her, her husband Leonard in particular, with the deadly accuracy available to a genius and which, it seems, she retained even when reason had deserted her. That Virginia was no fun at all.

The black spells always passed, usually in a matter of weeks, but Woolf not only lived in terror of the next onset, she worried she was too mentally unbalanced to sustain a career as a writer. Her fear of her own madness led her, when she started writing novels, to write two relatively conventional ones: The Voyage Out and Night and Day. She wanted to prove to herself and others that she was sane enough (most of the time) to write novels that were like those of other novelists; that were not the ravings and rants of a madwoman. She was further driven in her ambition to appear healthy by the fact that her editor was George Duckworth, her half brother, who had molested her when she was 12. It's not difficult to imagine that, with those first two books, Woolf wanted to show Duckworth that he had not done her any lasting harm. It is also not difficult to imagine that few male writers of the period found themselves in similar situations.

After the publication of Night and Day, in an effort to ameliorate Woolf's black spells, to lessen her agitation, she and Leonard moved to the suburban quiet of Richmond, and set up a printing press in the basement of their house. This was the birth of the Hogarth Press, and one of its first publications was Woolf's highly unorthodox novel Jacob's Room. Publishing her own books, in concert with Leonard, made the crucial difference. Woolf was, rather suddenly, answerable to no one, and she had already demonstrated her capacity for writing novels that resembled other novels. And so began her period of great work, which continued until her death. She no longer needed to prove anything, to anyone. Jacob's Room was followed by Mrs Dalloway, To the Lighthouse, Orlando, and on from there.

This new freedom was essential to Woolf as an artist, but did not have much effect on her periodic lapses into depression. They plagued her throughout her life. Psychiatry was not even in its infancy at the time – Hogarth eventually published early books by Freud – and there was no remedy available to Woolf. In the 1920s it was thought that mental disorders might stem from infections in the teeth, which by some means worked their way into the brain. She had several teeth pulled. It didn't help.

And yet. If Woolf was better acquainted with profound sorrow than most, she was also, by some mysterious manifestation of will, better than almost anyone at conveying the pure joy of being alive. The quotidian pleasure of simply being present in the world on an ordinary Tuesday in June. That's one of the reasons we who love her, love her as ardently as we do. She knew how bad it could get. And still, she insisted on simple, imperishable beauty, albeit a beauty haunted by mortality, as beauty always is. Woolf's adoration of the world, her optimism about it, are assertions we can trust, because they come from a writer who has seen the bottom of the bottom. In her books, life persists, grand and gaudy and marvellous; it trumps the depths and discouragements.

I read Mrs Dalloway for the first time when I was a sophomore in high school. I was a bit of a slacker, not at all the sort of kid who'd pick up a book like that on my own (it was not, I assure you, part of the curriculum at my slacker-ish school in Los Angeles). I read it in a desperate attempt to impress a girl who was reading it at the time. I hoped, for strictly amorous purposes, to appear more literate than I was.

Mrs Dalloway, for anyone unfamiliar with it, concerns a day in the life of one Clarissa Dalloway, a 52-year-old society matron. In the course of the novel she runs an errand, meets an old flame in whom she is no longer interested, takes a nap, and gives a party. That's the plot.

We are not, however, confined to Clarissa's point of view throughout the novel. Consciousness is passed from character to character, like a baton passed from runner to runner in a relay race. We enter the mind of Peter Walsh, the old suitor; we go on a shopping trip with Clarissa's daughter Elizabeth; and we spend considerable time with one Septimus Warren Smith, a shell-shocked veteran of the first world war who is mentally unhinged. We also enter, more briefly, the minds of entirely incidental figures – a man who passes Clarissa on Bond Street, an elderly woman sitting on a bench in Hyde Park. We return, always, to Clarissa, but we see as well that as she goes about her unextraordinary day she is surrounded by the various comedies and tragedies of those around her. We understand that Clarissa, that everyone, in the course of performing their daily business is in fact walking through a vast world, and is ever so slightly altering that world simply by appearing in it.

In Mrs Dalloway, Woolf asserts that a day in the life of just about anyone contains, if looked at with sufficient penetration, much of what one needs to know about all human life, in more or less the way the blueprint for an entire organism is present in every strand of its DNA. In Mrs Dalloway, and other novels of Woolf's, we are told that there are no insignificant lives, only inadequate ways of looking at them.

I did not, at the age of 15, understand any of that. I couldn't make sense of Mrs Dalloway, and I failed utterly in my attempts to appear intelligent to that girl (blessings on her, wherever she is today). But I could see, even as an untutored and rather lazy child, the density and symmetry and muscularity of Woolf's sentences. I thought, wow, she was doing with language something like what Jimi Hendrix does with a guitar. By which I meant she walked a line between chaos and order, she riffed, and just when it seemed that a sentence was veering off into randomness, she brought it back and united it with the melody.

My only experience with sentences before then had been confined to the simple declarative. Woolf's sentences were revelatory. It seemed possible that other books might contain similar marvels. And, as I discovered, some of them did. Reading Mrs Dalloway transformed me, by slow degrees, into a reader.

Decades after that first reading, which rendered me both baffled and awed – which converted me, if you will – I attempted to write a novel about Woolf and Mrs Dalloway. I approached the idea with appropriate nervousness. For one thing, if one stands that close to a genius, one is likely to look even tinier than one actually is. For another, I am a man, and Woolf was not only a great writer but is a feminist icon. There has long been a certain sense that she belongs to women.

Still, I wanted to write a book about reading a book. Mrs Dalloway, despite my general incomprehension of its larger purposes, showed me, at a relatively early age, what it was possible to do with ink and paper. It seems that for some of us, reading a particular book at a particular time is an essential life experience, and so every bit as much a part of our writerly material as the more traditional novel-inspiring experiences – like first love, the loss of a parent, a failed marriage, etc.

With my misgivings firmly in place, I decided that it was better to risk going down in lurid blue-green flames than to write the book one knows one is able to write. And so, I set out.

My novel The Hours originated as a contemporary retelling of Mrs Dalloway. I wondered how much, or how little, Clarissa Dalloway's character would be altered by a world in which women were offered a broader range of possibilities. That quickly proved, however, to be merely a conceit, and not an especially compelling one. We already have Mrs Dalloway, a fabulous Mrs Dalloway. Who in the world could possibly want another?

Being dogged (doggedness is an essential quality for any novelist), I was reluctant to abandon the book entirely. I tried rewriting it as a diptych, in which I would alternate between chapters that concerned a contemporary Mrs Dalloway and chapters devoted to the day in Woolf's life when she began writing the book. When she, ever doubtful and insecure, set down the opening lines of a book that, as it turned out, would live for ever. I even tried writing the Woolf story on the odd pages and the Clarissa story on the evens, so that they would kiss every time one turned a page. Ideas like that tend to make better sense in the solitude of one's study than they do in brighter light.

Still, even with the inclusion of a second strand, the book wasn't right. It refused to shed its aspect of literary exercise. It stubbornly remained an idea for a novel, rather than an actual novel.

At that point, I pretty much decided to let it go, and write another book instead. But one morning, sitting at my computer, I allowed my mind to wander into questions about why Woolf meant so much to me, enough that I'd spent the better part of a year writing a doomed novel about her and her work. OK, sure, I loved Mrs Dalloway, but every novelist has loved any number of books, and few of them have felt the need to write new books about the older ones (the only exception that comes to mind is Jean Rhys's Wide Sargasso Sea, which is, of course, a retelling of Jane Eyre from the point of view of Bertha, Mr Rochester's first wife).

What, then, was the matter with me? Sitting at my computer, I pictured Clarissa Dalloway, and pictured Woolf, her creator, standing behind her. And then, unbidden, I imagined my mother standing behind Woolf.

As I thought about it, I began to realise that my mother was, in certain ways, the legitimate third party. My mother was a homemaker, the sort of woman Woolf referred to as "the angel of the house", who, like many such house angels, had given herself over to a life that was too small for her. She had always seemed to me like an Amazon queen, captured and brought to a suburb, where she was forced to live in an enclosure that could not contain her, and yet ineluctably did.

My mother managed her frustrations by obsessing over every conceivable detail. She could spend half a day deciding on cocktail napkins for a party. She planned every meal exquisitely, and still worried that they were failures. Germs decided eventually to cease entering the house entirely, because they knew they'd find no purchase there.

Sitting before my computer, I began to wonder . . . If you removed the ultimate object – for one woman, a novel, for another, a home so perfectly created and maintained that nothing rank or dolorous could ever take root there – you had, essentially, the same effort. That is, the desire to realise an ideal, to touch the supernal, to create something greater than the human hand and mind can create, no matter how gifted those hands and minds might be.

It seemed that in some fundamental way, my mother and Woolf had been engaged in similar enterprises. Both were pursuing impossible ideals. Neither was ever satisfied, because the end result, be it book or cake, did not, could not, match the perfection that seemed to hover just out of reach.

That equivalency felt true to the spirit of Woolf's legacy. She who had insisted so adamantly that no life could be dismissed, and that the lives of women were more prone to dismissal than were the lives of men.

And so, with my mother renamed Laura Brown (after an essay of Woolf's entitled "Mr Bennett and Mrs Brown"), the book became a triptych, and I went on from there.

Although a great writer is always, first and foremost, a great writer, regardless of his or her life or subject matter, Woolf is quite possibly the greatest chronicler of the lives of women. Her women are rarely figures of fame or notoriety. Their skills tend to be the traditional womanly skills. Mrs Dalloway, like Mrs Ramsey in To the Lighthouse, is an immaculate hostess. Both are more than able to manage a dinner party, they are adept at helping everyone feel comfortable and included, they make certain that the food and the centrepieces are exactly right. We have, in the decades since, largely discredited those abilities, and favour – as well we might – women who take on the more global concerns that are still, even in 2011, more generally granted to men.

Part of Woolf's genius, however, resides in her refusal to condescend to her women, without ever aggrandising them. If anything, it's the men in her novels who feel ever so slightly ridiculous: Richard Dalloway with his smallish job at court, Mr Ramsey with his constant need for reassurance about his brilliance, his potency, his potential. As the men work and fret and bemoan their places in the world, the women infuse their men, their families, their homes, with life. The women are the electric currents that run through the rooms. The women are the sources not only of comfort but of vigour and amplitude. The women know that in the end, we will still need food and love, after our jobs have been taken over by younger people and our earthly works have been put away on their shelves.

Woolf was, not surprisingly, unsure about all that, even as she wrote so brilliantly about it. She believed that her sister Vanessa, who had children and lovers and a general air of reckless abandon even as she applied herself to her painting, was the truer artist. Woolf acknowledged that her sister was not necessarily the brightest of all intellectual lights, but still felt that Vanessa was the incandescent spirit, and that she, Woolf, was a stick, a barren and gaunt maiden aunt (her marriage to Leonard was companionable but not passionate), who spent her life producing books, an admirable pursuit but ultimately fairly dry when compared to the raising of a family.

She felt that way even as she wrote A Room of One's Own. The old feminine imperatives, it seems, are harder to shed than one might imagine. You could probably say that one of the measures of greatness is an artist's ability to transcend his or her personality, insecurities and peccadilloes. Woolf demanded equality for women and, at the same time, worried that her childlessness meant that her life had been a failure.

The Hours (which had been Woolf's initial title for Mrs Dalloway), to the surprise of its author, agent and editor, somehow escaped what had seemed so clearly to be its destiny – to be read (probably disapprovingly) by a handful of Woolf fans and then march, with whatever dignity it could muster, straight to the remainders table. It sold well (if modestly by bestseller standards), and then – the biggest surprise of all – it was made into a movie. Which proved to be popular. With none other than Nicole Kidman playing Virginia, Meryl Streep as Clarissa, and Julianne Moore as Laura. Any number of people have asked me what I suspect Woolf would have thought of the book and the movie. I feel certain she'd have disliked the book – she was a ferocious critic. She'd probably have had reservations about the film as well, though I like to think that it would have pleased her to see herself played by a beautiful Hollywood movie star.

My mother, the one living person who appears in the book, was not pleased by it, though she bravely maintained that she was. I, foolish creature, had thought she'd be happy about the fact that I considered her life important enough to portray in a novel. It didn't quite occur to me that she'd also feel exposed, betrayed and misinterpreted. Mothers, don't raise your children to be novelists.

Several years after the novel had been published, while the film was in production, my mother was diagnosed with cancer. It had long gone undetected, and by the time it was found, was quite far along. She lived for a little less than a year after the diagnosis.

I was in Los Angeles with her, my father, and my sister during her final days. I called Scott Rudin, the producer of the movie, and said, I don't think my mother is going to be able to see the movie, could you possibly arrange for her to see whatever you've got of it already? Rudin had 20 minutes' worth of dailies, on video, brought by messenger to my family's house. I inserted it into the television, as the messenger waited discreetly in another room.

And so I found myself sitting with my mortally ill mother, on the sofa we'd had since I was 15, watching Julianne Moore play her, as if she were being reincarnated while she was still alive.

It was a small enough incident, in the general scheme of things. It was one of the minor mercies. And yet, 10 years later, I'm still struck by the way in which at one end of a time spectrum we have Woolf, starting a new novel, worried that it will prove to be a mere curiosity, another of humankind's failed experiments, wrought by someone who was more an eccentric than a genius, a writer-manqué who concerned herself with ordinary women's lives in a world beset by battles and tortures, the murder of entire populations. At the other end of the spectrum, over 70 years later, we have my mother, a woman about whom Woolf might in theory have written, seeing herself portrayed by a brilliant actress, knowing (at least, I hope she knew) that her life had mattered more than she'd allowed herself to imagine.

Michael Cunningham

The Guardian,

jueves, 2 de junio de 2011

miércoles, 1 de junio de 2011

Victoria Ocampo y Virginia Woolf


Publicación institucional de Villa Ocampo.



Salomone, Alicia. "Virginia Woolf en los Testimonios de Victoria Ocampo: Tensiones entre feminismo y colonialismo". Revista Chilena de Literatura, No. 69 (Nov., 2006): 69-87.

Borges traductor de A Room of One's Own


Leone, Leah. "A Translation of His Own: Borges and A Room of One's Own". Woolf Studies Annual. Vol. 15 (Annual 2009): 47-66.